viernes, 5 de junio de 2009

...PERO NO FUE GOL

El estadio estaba que reventaba de gente. Y no era para menos, pues los clásicos entre la U y el Alianza Lima, al margen de cómo se encuentren en la tabla de posiciones del campeonato, siempre concitan el interés de las hinchadas por el proverbial antagonismo y enfrentamiento entre estos, los dos más populares clubes del fútbol peruano. Y ahí estaba yo. ¡En el gramado del Estadio Nacional! ¡Quién lo hubiera pensado! Marcando la punta izquierda, o sea al wing derecho del equipo rival (algo sumamente curioso, por ser yo diestro por padre y madre) y, ¡Por supuesto! luciendo la gloriosa y legendaria camiseta crema.
El partido era intensísimo. De ida y vuelta como dicen los relatores televisivos y radiales. No había tregua ni descanso. Subíamos en bloque cuando atacábamos a los rivales. Y regresábamos, en bloque también, cuando ellos recuperaban el balón y nos atacaban. Y yo tenía que estar muy atento con la marca del escurridizo y veloz zambito que jugaba por ellos como wing derecho. Ya lo había tarifado respecto a su velocidad y a su endemoniado dribling en una serie de enfrentamientos cuerpo a cuerpo que se habían suscitado en lo que iba del partido.
Hasta que llegó la jugada que terminó en mi tragedia.
El armador de los aliancistas pescó una bola en su medio campo y lanzó un pase muy bien templado, por elevación, justo a mis espaldas. Me di vuelta de inmediato y comencé mi carrera junto al zambito que también había arrancado apenas la bola salió de los pies del mediocampista aliancista. Corríamos a toda velocidad con la cabeza semi volteada para no perder de vista la trayectoria de la pelota.
Cuando calculé que el balón iba a quedar a la altura de nuestras cabezas realicé una acrobática maniobra echando las piernas por delante, para quedar prácticamente horizontal en el aire, mientras el wing aliancista ensayaba un enorme salto con la intención de llevarse la pelota con la cabeza.
Y en esa posición, en esa milésima de segundo, suspendido en el aire, forcé una patada con la intención de despejar el balón hacia el córner. Algo parecido a lo que viera hacer al granítico Héctor Chumpitaz, años atrás, con su famosísimo doble ritmo.
Rozando la cabeza del zambito al que me tocaba marcar alcancé a darle al balón un potente puntazo echándolo fuera del campo de juego, pero allí nomás, de inmediato, lancé un grito desgarrador que me hizo sujetarme el pie derecho con ambas manos.
Tenía el dedo gordo del pie derecho hecho puré. Y la sábana de mi cama comenzó a teñirse del rojo de la sangre que manaba abundantemente de la punta de mi pie derecho. Le había metido un descomunal puntazo a la pared de mi dormitorio en medio del emocionante y vívido sueño que me había puesto, aunque sea solo así, en el verde gramado del Estadio Nacional y con la gloriosa camiseta crema de mis amores sobre mi cuerpo.
Ahora estoy recordando esto en la salita de espera de la clínica en la que me van a revisar para ver si hay fracturas, para retirarme lo que me queda de la uña del dedo gordo del pie derecho, para revisar la herida allí donde se ha abierto el dedo y para indicarme los analgésicos que me puedan quitar el espantoso dolor.