Nuestro colegio funcionaba en un viejo local ubicado en la cuadra doce del jirón Varela, en Breña. Cómo sería de viejo y descuidado que algunos ambientes estaban clausurados, impidiéndose su acceso mediante improvisadas tranqueras construidas con maderos, planchas de metal y cartones claveteados por aquí y por allá. En esas áreas vedadas para la circulación se habían registrado hundimientos de suelos, caída de paredes, rajaduras y demás siniestros propios de una edificación que arrastraba varias décadas de vida.
Como toda construcción antigua, los techos de las improvisadas aulas que funcionaban en la parte delantera del local eran altísimos, calculo que de entre tres y medio y cuatro metros, ya que en la parte de atrás, alrededor del patio en el que nos aglomerábamos para las formaciones y para los recreos, se habían construido algunas aulas más modernas, en las que los techos no pasaban de dos metros con cincuenta centímetros, según calculo ahora, a la distancia del tiempo, aunque soy consciente de que es probable que si los pudiera volver a ver ahora no me parecerían quizá tan altos como entonces, cuando era apenas un niño o un adolescente.
Y no solo los techos eran altísimos. Las puertas de las dos aulas que se ubicaban una a cada lado del corredor central en el ala delantera las veía igualmente enormes. Con más de tres metros de altura, de todas maneras. Y eran unas puertas de madera maciza y pesada, con dos alas que se abrían hacia adentro del salón, empujándolas desde afuera.
Los más de cuarenta muchachos que cursábamos el quinto año de secundaria ese 1966, y que constituíamos por tanto la promoción del colegio de ese año, estudiábamos en una de esas dos aulas.
“Bigote” era el apodo que le habían clavado al profesor del curso de Lengua y Literatura. Un hombre de poco carisma, muy serio y formal, y que se tomaba muy a pecho su responsabilidad de conectar la revoltosa y despreocupada personalidad de una horda indisciplinada, vociferante y malcriada de adolescentes, salpicada de algunos que ya habían dejado de serlo, con la prosa de Miguel de Cervantes Saavedra, Lope de Vega o Mario Vargas Llosa, y las rimas de Gustavo Adolfo Becquer o Javier Heraud. Titánico y previsiblemente estéril propósito, ya que, a pesar de la seriedad, solemnidad y firmeza con la que “Bigote” asumía el dictado de sus clases, no conseguía penetrar en la conciencia de la distraída e irrespetuosa batahola ni despertar su interés.
A los que integrábamos la promoción del 66, en la que, así como habíamos jóvenes con quince o dieciséis años, se contaban también galifardos de más de veinte años, algunos de ellos, según se comentaba en aquella época, padres de familia, no nos interesaba entonces aprendernos de memoria los 20 poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, prefiriendo más bien hacer chongo con la letra del bello poema de Don Federico García Lorca cuando narraba “Y que yo me la llevé al río, creyendo que era mozuela, pero tenía marido”.
El mobiliario del colegio estaba acorde con lo destartalado del local. Las carpetas eran dobles, de madera maciza y muy pesada, pero por su antigüedad empezaban a desvencijarse y desclavarse, de modo que sin necesidad de hacer mucho esfuerzo se lograba desprender, por ejemplo, la pesada madera superior sobre la que se colocaban los cuadernos y libros durante el dictado de las clases.
Ha quedado grabado en mi memoria el violentísimo incidente que protagonizara en cierta ocasión Hernández Iturregui, un joven con serios y graves problemas de personalidad que según algunos sufría de esporádicos ataques epilépticos. Por esa misma razón, este muchacho, que cada vez que lo recuerdo no puedo dejar de asociarlo con el conocido y pintoresco Mario Poggi, era uno de los predilectos “puntos” con los que los más forajidos y granujas exponentes de la promoción daban rienda suelta a sus bajos, crueles y desnaturalizados instintos, lindantes con la criminalidad.
Aquella mañana comenzaron a “lloverle” con mayor intensidad que anteriores ocasiones, papeles, escupitajos, motazos y toda suerte de proyectiles al pobre Hernández Iturregui, en medio de la algarabía y risotada general, dentro del aula. No recuerdo con exactitud si teníamos una de las denominadas “horas libres” o si estábamos entre materia y materia, aguardando la llegada de algún profesor.
Hernández Iturregui se levantaba una y otra vez de su carpeta, visiblemente irritado, y con un peculiarísimo, y risible, modo de hablar, se dirigía a los grandulones ubicados en la parte de atrás del salón con frases amenazadoras para que se dejaran de molestarlo. Pero esto no hacía más que incrementar las risas y burlas generalizadas y que continuaran lanzándole todo tipo de cosas.
Hasta que Hernández Iturregui no aguantó más. Completamente fuera de sí y haciendo gala de una fuerza sobrenatural que nadie se imaginaba podía tener aquel minúsculo y hasta deforme hombrecillo, tomó con ambas manos una de las pesadísimas y macizas carpetas dobles, la levantó por sobre su cabeza, y la arrojó violentamente sobre el grupo más concentrado, bullicioso y cachaciento que se encontraba al fondo del salón, a cuatro o cinco metros de distancia. Mientras la pesada carpeta surcaba los aires el grupo salió despavorido de sus asientos, mientras la carpeta voladora se estrellaba contra la pared, destrozándose.
Recuerdo que hubo que separar a los más avezados que se abalanzaron sobre el completamente fuera de sí Hernández Iturregui, en medio de gritos e insultos, con la intención de darle un sangriento escarmiento.
Desde ese día le añadí, no diré respeto ni temor, sino una especie de estimación, a la lástima con la que, inevitablemente, siempre veía al maltratado Hernández Iturregui.
Volviendo al tema de “Bigote”, nuestro profesor de Lengua y Literatura, era tanto el fastidio y antipatía que había despertado entre los más arteros exponentes de aquella heterogénea promoción del 66, que una tarde en la que tocaba recibir una de sus clases, un grupo urdió un macabro plan para darle un buen susto al tan poco estimado profesor.
En la parte más alta de la única puerta de entrada al salón colocaron la maciza y pesada madera de la carpeta que había destrozado días atrás Hernández Iturregui, que había quedado arrumada contra la pared al fondo del aula. Como la puerta constaba de dos alas, la habían dejado entreabierta con el grueso madero a modo de guillotina esperando que llegara el profesor.
Conforme se acercaba la hora en que debía llegar “Bigote” para el dictado de su clase la tensión dentro del salón iba en aumento. Algunos tratábamos de ocultar nuestra preocupación ante las gravísimas consecuencias que intuíamos acarrearía la delincuencial maniobra; en tanto que los irresponsables malhechores que se habían encargado de montar la mortal trampa reflejaban una sádica sonrisa en sus rostros.
Hasta que llegó el profesor. Y en medio de un desacostumbrado y sepulcral silencio se detuvo frente a la puerta entreabierta empujando ambas alas con sus manos y retirándolas rápidamente. El macizo madero cayó violentamente en medio de un estrepitoso impacto contra el suelo del salón de clase. El rostro de “Bigote” lucía pálido y desencajado a la vez que irritado y rabioso. Resultaba obvio que alguien lo había prevenido sobre el macabro y mortal atentado y a él le resultaba difícil aceptar que dicho aviso no se había tratado de una falsa alarma.
De inmediato se hizo presente el Director del colegio, atraído, sin duda, por el estruendo provocado por la caída del pesado madero con asesinos propósitos.
A las pesquisas que de inmediato dispuso la Dirección del plantel para ubicar a los responsables del delincuencial y, afortunadamente, fracasado atentado, se sumaron las pesquisas que inició el grupo de nuestros desadaptados y criminales en ciernes condiscípulos para averiguar quién de nosotros había alertado al pobre “Bigote” sobre la mortal trampa que le habían preparado.
Hasta donde pude conocer, ni unos ni otros lograron su objetivo. Jamás se llegó a descubrir a los responsables del macabro atentado, ni se llegó tampoco a identificar al compañero o grupo de compañeros que, responsablemente, dieron aviso a “Bigote” evitando lo que pudo ser una tremenda tragedia.
viernes, 26 de noviembre de 2010
sábado, 20 de noviembre de 2010
De “Derechas” e “Izquierdas”
La tendencia “natural” de la mayoría de las personas cuando se les pregunta si son más “de derecha” o más “de izquierda” es manifestar un tibio, “ni de izquierda ni de derecha, más bien de centro”.
Y esto porque ambos conceptos, la derecha y la izquierda, se asocian inevitablemente a los extremos, la derecha, con la extrema derecha, y la izquierda con la extrema izquierda. Y a nadie le agrada sentirse extremista. Aparte de que ambas extremas, la de derecha y la de izquierda, arrastran lamentables y penosos episodios históricos plagados de sangre, guerra, terror y muerte. Ambos extremos son violentistas. Es que, como bien dicen por ahí, todo en exceso resulta dañino.
Sin embargo, creo que todo ser humano lleva dentro de sí un sentimiento izquierdista. Si se entiende por izquierdismo la natural preocupación e indignación ante la extrema pobreza que provoca la pronunciada desigualdad en la distribución de la riqueza. Si a alguien le resulta indiferente apreciar los desgarradores casos de niños hambrientos que mueren literalmente de hambre, o no se indigna frente a los abusos de ciertos patrones que explotan brutalmente a sus trabajadores pagándoles salarios miserables a cambio de abusivas e ilegales jornadas laborales, pues entonces sí estaríamos ante una persona que no tiene sentimiento izquierdista alguno.
Y, por otro lado, todos los seres humanos llevamos impregnado igualmente el sentido derechista. El natural deseo de poseer bienes materiales. Privados. Y aumentar nuestros patrimonios materiales personales. Ese natural deseo de apetecer la posesión de bienes más allá de los que mesurada y estrictamente se requieren para sobrevivir dignamente es un inequívoco sentimiento derechista. Y creo que está intrínseco en la naturaleza del ser humano. No obstante que sabemos perfectamente que cuando nos llegue la hora no vamos a llevarnos absolutamente nada de los bienes materiales que hayamos podido atesorar en vida.
Así pues, todos seríamos de izquierda o izquierdistas y, simultáneamente, de derecha o derechistas. Todos, como seres humanos normales, tendríamos algo de izquierdistas y a la vez algo de derechistas.
Y esto porque ambos conceptos, la derecha y la izquierda, se asocian inevitablemente a los extremos, la derecha, con la extrema derecha, y la izquierda con la extrema izquierda. Y a nadie le agrada sentirse extremista. Aparte de que ambas extremas, la de derecha y la de izquierda, arrastran lamentables y penosos episodios históricos plagados de sangre, guerra, terror y muerte. Ambos extremos son violentistas. Es que, como bien dicen por ahí, todo en exceso resulta dañino.
Sin embargo, creo que todo ser humano lleva dentro de sí un sentimiento izquierdista. Si se entiende por izquierdismo la natural preocupación e indignación ante la extrema pobreza que provoca la pronunciada desigualdad en la distribución de la riqueza. Si a alguien le resulta indiferente apreciar los desgarradores casos de niños hambrientos que mueren literalmente de hambre, o no se indigna frente a los abusos de ciertos patrones que explotan brutalmente a sus trabajadores pagándoles salarios miserables a cambio de abusivas e ilegales jornadas laborales, pues entonces sí estaríamos ante una persona que no tiene sentimiento izquierdista alguno.
Y, por otro lado, todos los seres humanos llevamos impregnado igualmente el sentido derechista. El natural deseo de poseer bienes materiales. Privados. Y aumentar nuestros patrimonios materiales personales. Ese natural deseo de apetecer la posesión de bienes más allá de los que mesurada y estrictamente se requieren para sobrevivir dignamente es un inequívoco sentimiento derechista. Y creo que está intrínseco en la naturaleza del ser humano. No obstante que sabemos perfectamente que cuando nos llegue la hora no vamos a llevarnos absolutamente nada de los bienes materiales que hayamos podido atesorar en vida.
Así pues, todos seríamos de izquierda o izquierdistas y, simultáneamente, de derecha o derechistas. Todos, como seres humanos normales, tendríamos algo de izquierdistas y a la vez algo de derechistas.
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