sábado, 22 de enero de 2011

NUESTRA VERGONZOSA SUBORDINACIÓN ÉTNICA

El gringo Pedro Pablo Kuczynski, PPK, incurrió hace unos días en el grosero gazapo de atribuirle a Sancho Panza la frase aquella de “Ladran, señal de que avanzamos” cuando la frase completa es “Ladran Sancho, señal de que avanzamos” y se atribuye al Quijote, aun cuando no dentro de la colosal obra de Cervantes sino en una adaptación montada por Orson Welles. De cualquier forma, el craso error, agravado por provenir de un candidato que se supone ilustrado y culto, no mereció de parte de la prensa mayores críticas, pasándoselo por agua caliente.
Sin embargo, anteriormente, con ocasión del otorgamiento del Premio Nobel a nuestro egregio escritor Mario Vargas Llosa, el cholo Alejandro Toledo incurrió en el gazapo de expresarle su felicitación por el “premio nobel de la paz en literatura”, y la prensa le dio con palo durante varios días, burlándose y haciendo escarnio del desliz.
Y es que el peruano es así. Somos así. A un peruano blanco, con apariencia de gringo y que hasta en su manera de hablar parece un extranjero, le consentimos todo. Y a veces hasta lo festejamos y aplaudimos. Pero al indio, al cholo, al connacional auténtico, a ese no le concedemos ni un milímetro de tolerancia. De ese nos burlamos, como buscando tomar distancia de él, para sentirnos más bien parecidos a los de afuera. Nos sacudimos de cualquier rastro que nos pueda dar apariencia de cholos, porque lo que anhelamos es parecer blancos, gringos, extranjeros.

miércoles, 12 de enero de 2011

LA FALTA DE CRITERIO

Siempre realizo mis pagos, transferencias y demás transacciones bancarias a través de Internet. Solo tengo que ingresar mi clave secreta y sin hacer colas ni tener que soportar una cara larga de algún empleado al que no le fue muy bien el día, cancelo el recibo por el consumo de energía eléctrica, el del agua, la pensión universitaria de mi hija, o el pago por el consumo de gas. Sin moverme de mi oficina. En la paz y tranquilidad de mi oficina.

Lamentablemente, hace unos pocos días, cuando vencía la fecha para el pago de mis tarjetas de crédito, la página web del Banco por el que tenía que efectuar la cancelación no funcionó adecuadamente rechazando una y otra vez mis intentos hasta bloquearse completamente. “No importa” pensé, “pasaré por la agencia que está cerca de mi oficina a la hora en que salga a almorzar”. Y así lo hice. Primero fui al restaurante y almorcé. Eran la una con veinte minutos cuando ingresé al Banco. Estaba a full. Dos portentosas y largas colas con alrededor de treinta clientes cada una para poder acceder a alguna de las ventanillas.

“Está bravo esto” pensé. Fui a la zona de los cajeros electrónicos para confirmar que el pago que deseaba realizar no se podía hacer a través de ellos. Quería cancelar las cuotas de mis tarjetas de crédito con dinero de mis ahorros. Y esa transacción, que sí la podía efectuar por Internet, no era posible realizarla mediante el cajero electrónico.

Resignado me coloqué en una de las colas. Traté de distraerme con los gags que pasan a través de televisores colocados estratégicamente para hacerle más llevadera la espera a los clientes. Al bajar la mirada para observar las ventanillas me percaté sobresaltado de que había únicamente dos ventanillas habilitadas para atender las dos colas. Una para cada cola.

Dejé de prestarle atención a los gags propalados por los televisores, con los que algunos clientes sobrellevaban estoicamente su prolongada espera y su lentísimo avance, para tratar de establecer el tiempo promedio de demora por cliente en que incurría el empleado de la ventanilla a la que conducía la cola en la que me encontraba. Para así, en base a ese dato, calcular cuánto tiempo más tendría que pasarme dentro del local de la agencia.

Pasó el que se encontraba primero en la cola y tomé nota de la hora con el reloj de la propia agencia. Una y veintitrés, exactamente. De rato en rato el murmullo sordo que se escuchaba dentro de la agencia era interrumpido por un eco de carcajadas provocadas por alguna situación hilarante de los videos propalados, tipo cámara escondida. Yo no le quitaba la mirada de encima al cliente frente a la ventanilla ni al reloj colgado en la pared. Eran la una con veintiocho minutos cuando el empleado despidió al cliente. ¡Con el primero de la cola se había demorado cinco minutos exactos!

Pasó el siguiente. Con este demoró seis minutos, por reloj. Conté cuántos clientes me antecedían en la cola hasta que me tocara mi turno. ¡Había veintiséis! A un promedio de cinco minutos por cada cliente llegué a la triste conclusión que, de no llegar algún otro empleado para atender en otra ventanilla, tendría que esperar… ¡Más de dos horas hasta que me tocara mi turno!

Busqué a algún funcionario con la mirada a fin de solicitarle que hiciera algo al respecto pues no pensaba pasarme dos horas metido en esa agencia, pero los escritorios lucían desiertos. Salvo una empleada, aparentemente de menor nivel, que estaba atendiendo lo que denominan plataforma en estas agencias. Le pedí a la persona que se encontraba detrás de mí en la cola que me hiciera el favor de cuidarme mi lugar y me encaminé hacia donde se encontraba esa empleada atendiendo a un cliente. “Disculpe señorita” la interrumpí “¿No tiene la oficina otros empleados para que atiendan las ventanillas? Mire la cantidad de clientes en las colas ¡Y solo hay dos ventanillas atendiendo! Una para cada cola”. “Disculpe señor, Es que el personal está en refrigerio” me respondió casi sin mirarme. “Señorita. Es lo que supuse. Pero da la casualidad de que la mayoría de los clientes que venimos a esta hora al Banco estamos también aprovechando la hora de refrigerio para venir a hacer alguna transacción. ¿Por qué no disponen que los empleados que atienden las ventanillas tomen su refrigerio en otro horario? Digamos a las doce del día, o a las dos y media de la tarde…” “Señor, eso tendría que decírselo al administrador de la agencia, porque los empleados tenemos el mismo derecho a tomar nuestro refrigerio…” “Ok. Ok. Señorita ¿Y dónde está el administrador para hablar con él?” “Está en refrigerio señor. Lo siento”.

A lo que me había acercado a hablar con esta empleada de la agencia, varios de los que estaban en las colas se habían arremolinado a su alrededor para exigir en distintos tonos una mejor atención. Yo volví a mi lugar en la cola. Y poco a poco fueron llegando más empleados que volvían de su refrigerio. Cuando me acerqué a la ventanilla a efectuar mis pagos ya había tres ventanillas atendiendo a los clientes de la cola en la que había pasado poco más de una hora.

Al salir de la agencia no podía dejar de pensar en la clamorosa ausencia de criterio de la que hacen gala la mayoría, si no la totalidad, de quienes tienen a su cargo la dirección y conducción de estas agencias bancarias. Y el criterio… no se vende en las farmacias.