Hace muy poco se acaba de realizar en Alemania el primer transplante de brazos a un agricultor que había perdido los suyos seis años atrás. Según la crónica que da cuenta de esta increíble hazaña de la medicina, el profesor Edgar Biemer, que dirigió la intervención quirúrgica al lado del Dr. Christoph Hohnke, tuvo que explicarle al agricultor que tendría que acostumbrase a sus nuevos brazos, que no serían siquiera parecidos a los que había tenido antes.
Y es que los brazos implantados a este agricultor son reales, de tejido vivo. Han sido de otro ser humano. E injertarlos exitosamente en el cuerpo del agricultor ha requerido de la participación de cuarenta especialistas en transplantes y en micro cirugía, habiendo demandado la friolera de quince horas de denodado, paciente y fino trabajo en el quirófano.
Antes, hace ya más de cuarenta años, el Dr. Christian Barnard sorprendió a la humanidad entera al realizar el primer transplante de corazón, al colocarle a su paciente, el Sr. Louis Washkansky, de 53 años de edad, el preciado órgano de una joven de 25 años que había fallecido en un accidente automovilístico. Esta inimaginable hazaña de Barnard la concretó al frente de 20 médicos, el día 3 de diciembre de 1967.
Pero no es la pretensión de este artículo ensalzar la increíble capacidad del ser humano para hacer realidad intervenciones quirúrgicas cada vez más asombrosas. No es el carácter médico ni científico de estas proezas lo que motiva referirme a ellas.
Simplemente intento mostrar objetivamente que el ser humano es capaz de hacer en este campo los más inverosímiles e increíbles experimentos. Y que en tal medida no debe sonar descabellado ni imposible que en breve algún científico logre llevar a cabo con buen éxito un transplante de cerebro, colocándole en el cráneo a su paciente el cerebro de algún otro ser humano que haya dejado de existir.
Pero, claro, muy distinta ha de ser la retoma de conciencia de un paciente que vuelve de una operación mediante la cual le transplantaron el corazón, los brazos o las piernas provenientes del cadáver de un donante clínicamente muerto poco antes de la intervención a la de otro paciente que regresa de la anestesia luego de habérsele transplantado el cerebro de un donante clínicamente muerto poco antes de la intervención quirúrgica.
Porque resulta completamente lógico suponer que en el caso del paciente al que se le hubiera transplantado el cerebro de otro ser humano reaccionará como si se tratara del donante y no del receptor. Aquel a quien se le transplantó el corazón de otro ser humano podrá mirarse en el espejo sin sorprenderse. Se reconocerá. Al igual que el que recibió los brazos o las piernas, o en general cualquier órgano accesorio del cuerpo: hígado, páncreas, pulmones, riñones, testículos, pene, ojos, lengua, etc. Se mirará en el espejo después de haber sido intervenido, y no se sorprenderá. Se reconocerá.
Pero ¿Se imaginan la reacción al mirarse al espejo de un paciente a quien se le hubiera transplantado el cerebro de otro ser humano? “¿Qué me ha sucedido?” se preguntará horrorizado. “¿Qué le ha ocurrido a mi cuerpo?” “¡Este no soy yo!” se repetirá al borde de la locura, presa de la desesperación. Porque quien estará en ese instante pensando será el donante, ya fallecido, y no el receptor del cerebro.
¿Pero adónde queremos llegar con toda esta disquisición? Pues sencillamente a demostrar que los seres humanos somos nuestra memoria.
Yo soy yo, y soy como soy, por mi memoria. Sé cómo me llamo. Sé cuándo nací y adónde. Sé dónde realicé mis estudios escolares y mis estudios superiores. Sé cuándo y con quién me casé y cuántos hijos tuve con mi esposa. Sé sus nombres, las fechas de sus nacimientos, cómo son, lo que hacen ahora, etc.
Toda la información sobre mi vida está almacenada en mi memoria. Y es lo que me hace. Porque mi manera de ser, mi carácter, mis complejos y aptitudes, todo está condicionado por lo que guarda mi memoria. Con cosas íntimas y propias que nadie más comparte. Vale decir que yo, soy mi memoria.
Y si luego de un accidente se me declara clínicamente muerto, pero mi cerebro se logra conservar intacto y es aprovechado para transplantárselo a un paciente que se haya postrado en coma en la sala de algún hospital; luego de la intervención quirúrgica, cuando ese receptor vuelva en sí, no será él (o ella). Seré yo quien viva.
Y es que los brazos implantados a este agricultor son reales, de tejido vivo. Han sido de otro ser humano. E injertarlos exitosamente en el cuerpo del agricultor ha requerido de la participación de cuarenta especialistas en transplantes y en micro cirugía, habiendo demandado la friolera de quince horas de denodado, paciente y fino trabajo en el quirófano.
Antes, hace ya más de cuarenta años, el Dr. Christian Barnard sorprendió a la humanidad entera al realizar el primer transplante de corazón, al colocarle a su paciente, el Sr. Louis Washkansky, de 53 años de edad, el preciado órgano de una joven de 25 años que había fallecido en un accidente automovilístico. Esta inimaginable hazaña de Barnard la concretó al frente de 20 médicos, el día 3 de diciembre de 1967.
Pero no es la pretensión de este artículo ensalzar la increíble capacidad del ser humano para hacer realidad intervenciones quirúrgicas cada vez más asombrosas. No es el carácter médico ni científico de estas proezas lo que motiva referirme a ellas.
Simplemente intento mostrar objetivamente que el ser humano es capaz de hacer en este campo los más inverosímiles e increíbles experimentos. Y que en tal medida no debe sonar descabellado ni imposible que en breve algún científico logre llevar a cabo con buen éxito un transplante de cerebro, colocándole en el cráneo a su paciente el cerebro de algún otro ser humano que haya dejado de existir.
Pero, claro, muy distinta ha de ser la retoma de conciencia de un paciente que vuelve de una operación mediante la cual le transplantaron el corazón, los brazos o las piernas provenientes del cadáver de un donante clínicamente muerto poco antes de la intervención a la de otro paciente que regresa de la anestesia luego de habérsele transplantado el cerebro de un donante clínicamente muerto poco antes de la intervención quirúrgica.
Porque resulta completamente lógico suponer que en el caso del paciente al que se le hubiera transplantado el cerebro de otro ser humano reaccionará como si se tratara del donante y no del receptor. Aquel a quien se le transplantó el corazón de otro ser humano podrá mirarse en el espejo sin sorprenderse. Se reconocerá. Al igual que el que recibió los brazos o las piernas, o en general cualquier órgano accesorio del cuerpo: hígado, páncreas, pulmones, riñones, testículos, pene, ojos, lengua, etc. Se mirará en el espejo después de haber sido intervenido, y no se sorprenderá. Se reconocerá.
Pero ¿Se imaginan la reacción al mirarse al espejo de un paciente a quien se le hubiera transplantado el cerebro de otro ser humano? “¿Qué me ha sucedido?” se preguntará horrorizado. “¿Qué le ha ocurrido a mi cuerpo?” “¡Este no soy yo!” se repetirá al borde de la locura, presa de la desesperación. Porque quien estará en ese instante pensando será el donante, ya fallecido, y no el receptor del cerebro.
¿Pero adónde queremos llegar con toda esta disquisición? Pues sencillamente a demostrar que los seres humanos somos nuestra memoria.
Yo soy yo, y soy como soy, por mi memoria. Sé cómo me llamo. Sé cuándo nací y adónde. Sé dónde realicé mis estudios escolares y mis estudios superiores. Sé cuándo y con quién me casé y cuántos hijos tuve con mi esposa. Sé sus nombres, las fechas de sus nacimientos, cómo son, lo que hacen ahora, etc.
Toda la información sobre mi vida está almacenada en mi memoria. Y es lo que me hace. Porque mi manera de ser, mi carácter, mis complejos y aptitudes, todo está condicionado por lo que guarda mi memoria. Con cosas íntimas y propias que nadie más comparte. Vale decir que yo, soy mi memoria.
Y si luego de un accidente se me declara clínicamente muerto, pero mi cerebro se logra conservar intacto y es aprovechado para transplantárselo a un paciente que se haya postrado en coma en la sala de algún hospital; luego de la intervención quirúrgica, cuando ese receptor vuelva en sí, no será él (o ella). Seré yo quien viva.
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